*Hay que dejar de lado la figura pública que fue Saramago. Hay que leer a Saramago, leerlo inmediatamente.
Rodolfo Mendoza
José Saramago es de esos autores que, por sus opiniones y posturas políticas, se ganó muchas malquerencias. Su apoyo a la guerrilla zapatistas o sus comentarios sobre las revueltas en África crearon mucha controversia. Se solía decir que perteneció a una izquierda netamente discursiva, y que sus posturas eran lanzadas desde la comodidad del capitalismo. Él se mantuvo en una posición que le permitió ser un hombre de opinión, aunque cuestionable. En su patria, por ejemplo, cuando le fue concedido el Premio Nobel, se decía que la obra de Antonio Lobo Antunes era muy superior. Juicios así son, también, bastante desbordados, pues calibrar bajo una misma balanza la obra de estos dos grandes no puede ser hecho de un modo ligero.
Sea como fuere, Saramago podría ser cuestionado políticamente; no así literariamente, terreno en el que demostró ser uno de los narradores más impresionantes del fin de siglo pasado y principios de este. Tiene obras, es cierto, en donde toma un tono panfletario que más le vale al lector cerrar el libro para que una lectura de esa naturaleza no obnubile al verdadero Saramago.
Quienes recuerden obras como Ensayo sobre la ceguera, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis o los cuentos de Casi un objeto, recordarán que son algunos de los libros más importantes que han leído en su vida. Una afirmación de tal índole podría parecer arriesgada y, acaso, exagerada, pero Saramago está ya en la historia de la literatura ocupando un lugar primordial.
Las intermitencias de la muerte de José Saramago es otra de sus obras mayores; tal vez sólo comparable a Ensayo sobre la ceguera, novela con la que tiene muchos puntos en común. Si el lector tiene fresca su lectura de Ensayo, recordará que el punto medular es la pérdida de la vista: tomado tal acto como metáfora de la ceguera humana y espiritual. Pues bien, en Las intermitencias de la muerte algo parecido sucede: la muerte ya no llega al hombre. “Al día siguiente no murió nadie”, con esta frase inicia y termina la novela. Saramago estructuró estas dos ineludibles narraciones bajo una proposición inversa a los hechos naturales. Ese artilugio le ha servido para recrear el alma humana: sus degradaciones, sus ignominias, pero también sus anhelos y su fortaleza; en fin, todo aquello que nos hace humanos.
Se habla en la novela de un país, pero nunca se menciona cuál. La ausencia de la muerte, que en apariencia podría parecer un deseo sempiterno del hombre, se vuelve una desesperación, un deseo fatal, aunque necesario. El tiempo nunca se detiene, y todo se vuelve una eterna vejez, una descomposición que no se detiene. El hombre, ante una situación tal, se corrompe, su conciencia se diluye y sus juicios pasan de sensatos a dementes.
Hay que dejar de lado la figura pública que fue Saramago. Hay que leer a Saramago, leerlo inmediatamente.